Qassam Muaddi*
Desde que tengo uso de razón, he querido ser periodista. Siempre quise ejercer el periodismo en Palestina y sobre Palestina. No sólo para dar a conocer al mundo la difícil situación de mi pueblo, sino también para compartir con el mundo la cultura, la historia, la creatividad y la vida cotidiana de Palestina. Siempre he creído que ésta es mi manera de poner en práctica mi amor por Palestina y de contribuir a su camino hacia la libertad, pero también a que prospere y florezca aún bajo la ocupación.
Siempre creí que ésta era mi manera de cumplir con el ideal del periodismo de hacer avanzar el conocimiento y la comprensión de los asuntos importantes del mundo, de ayudar a avanzar en la responsabilidad pública, y hay pocos asuntos tan centrales para el mundo como Palestina. Nunca dudé de que a través del periodismo podía ayudar a Palestina y al mundo a ser un lugar mejor, hasta el año pasado.
Mi generación ha vivido, antes de llegar a los 30 años, momentos intensamente difíciles que pondrían a prueba las convicciones más firmes de cualquier persona. La segunda Intifada y todos sus sangrientos acontecimientos. La invasión de Yenín, Nablús, Ramala y Belén en 2002 y las imágenes de los tanques israelíes rodando por las calles de mi ciudad, destrozándola. El bombardeo israelí de Gaza en 2008 y la lluvia de fósforo blanco en los patios de las escuelas. Las ejecuciones sumarias de nuestros compañeros de edad en 2015 y 2016. Los francotiradores israelíes cazando manifestantes durante la gran marcha del retorno de 2018 en Gaza. Las campañas de detención de nuestros compañeros y compañeras de clase, las incursiones en nuestros campus universitarios, la demolición de casas, los ataques de colonos israelíes, los toques de queda, los puestos de control militar y mil momentos individuales que se grabaron a fuego en nuestra memoria y en nuestras almas. Sin embargo, el genocidio actual en Gaza es algo totalmente distinto.
Todo lo que hemos vivido y presenciado antes palidece en comparación con lo que Gaza está sufriendo desde el año pasado. Nunca antes nos habíamos sentido más vulnerables, más indefensas, más mudos, más asfixiadas y más culpables que en los últimos 14 meses. Culpables de tener un techo sobre nuestras cabezas. Culpables de poder pedir un sándwich cuando nos cruje el estómago, o una manta cuando tenemos frío. Culpables de estar vivos y de poder irnos a dormir sin preocuparnos de despertar, o no, bajo los escombros de nuestras habitaciones. Culpables de no tener nada más que ofrecer que lágrimas y horror; y este sentimiento de culpa nos incluye a nosotros, los periodistas, de una manera particular.
Siempre hemos ejercido nuestra profesión con la firme convicción de que con cada artículo, con cada reportaje y cada historia, estábamos acercando la realidad palestina a la comprensión de la opinión pública mundial. Que estábamos avanzando para que el público mundial conociera mejor la experiencia palestina de vivir bajo la ocupación y el bloqueo, para que fuera más sensible y empatizara más con ella. Pero entonces llegó el ataque israelí a Gaza tras los hechos del 7 de octubre, y empezamos a ver un asedio total que conducía a la inanición, bombardeos masivos que destruían barrios enteros, campos de refugiados y ciudades, y familias enteras sepultadas bajo sus casas. Y lo que es más importante, empezamos a ver la negación sistemática concertada y, paradójicamente, la justificación de estos crímenes por parte de figuras públicas, tanto en los medios de comunicación como en la política.
No podía quitarme de la cabeza, en las primeras semanas y meses del actual genocidio, el hecho de que cada vez que terminaba una historia, un reportaje o un artículo y me iba a dormir, la carnicería en Gaza continuaba, y que unas horas después, cuando me despertaba, había 200 o 300 nombres más añadidos a la lista de víctimas. La idea de que ningún reportaje podía ayudar a salvar ni una sola vida, o impedir que un solo político desestimara o justificara otra muerte era devastadora. Me hizo sentir por primera vez que el periodismo, entre otras muchas cosas, era inútil; que durante toda mi vida me había estado engañando a mí mismo al pensar que era parte del cambio.
He seguido escribiendo e informando, porque es lo único que puedo hacer. Pero entonces, empecé a ser más consciente del eco de las voces que venían de Gaza: vuestras voces. Llegaron de vuestros campus universitarios y de vuestras calles, y se abrieron paso en todos los espacios públicos de debate de vuestros países, incluso en los principales medios de comunicación, por primera vez en la historia. El discurso que intentaba ocultar la realidad del genocidio empezó a aparecer en su verdadera naturaleza: ineficaz, lleno de agujeros y desfasado frente a una conciencia creciente sobre Palestina, que ya no puede ser desestimada ni pasada por alto. Algo ha cambiado. No sé cuán lejos y profundo puede ser este cambio, pero es real, porque la máscara que se ha impuesto a la realidad de Palestina ha empezado a caer.
A la cabeza están los verdaderos héroes de toda esta historia: los periodistas de Gaza. Los hombres y las mujeres que se han dedicado a llevar el día a día de su propio genocidio, el de sus familias y el de sus comunidades a las pantallas del resto del mundo. Desplazados, hambrientas y bombardeados, escribían, informaban y contaban historias cada día, y con frecuencia no se iban a dormir después del trabajo. Y cuando lo hacían, los nuevos nombres en la lista de víctimas de los que se enteraban al despertar eran a menudo los de sus seres queridos.
Al menos 180 periodistas de Gaza han dado su vida en el último año por una vocación en la que creían, y no dejaron que las condiciones más duras debilitaran su fé sino que, al contrario, la reforzaron. Ante su entrega y valentía, nuestro sentimiento de culpa, que es una reacción humana natural ante una realidad antinatural e inhumana, debe convertirse en un sentimiento de responsabilidad. La responsabilidad de seguir ampliando el eco de las voces procedentes de Gaza; porque aunque las palabras no puedan salvar vidas, nunca son inútiles. De hecho, son más necesarias que nunca. Yo nunca debería olvidarlo, y ustedes tampoco.
*Qassam Muaddi es un joven periodista palestino de origen colombiano, residente en Ramala y corresponsal del portal Mondoweiss. Traducción: María Landi.